Lo vi tan rojo entre rieles,
tan inmóvil,
tan abajo de la vida,
tan en mis manos verdes de pasto
arrancado ante la furia del infierno.
Olí su buzo rojo mientras lo llevaba puesto,
lo olí en medio de una tormenta de medianoche,
cuando los recuerdos me asesinan los ojos
y los clavan con estacas en una pared sin tiempo
como si fueran grandes cuadros
o grandes espejos vacíos.
Era preciso mirar,
pero se me atragantaron perros rabiosos en la pupila,
me muerden los garrones,
el dedo gordo del pie del hueco que tengo en el pecho.
Ahora tengo su rabia pálida al costado de una vía quieta de palabras.